miércoles, 2 de diciembre de 2009

Viaje En Blues A La Pintada. Por Fernando Mora Meléndez


¿Es cierto que Tom Waits estuvo de visita en La Pintada? La respuesta puede revelar misteriosos lazos entre el artista y el balneario paisa o, simplemente, dar cuenta del delirio de un guía alucinado.

Por extrañas coincidencias el Nirvana siempre queda al Sur. Jack Kerouac fue a The Big South, y en una cabaña perdida entre las montañas rocosas se hizo amigo de un ratón silvestre y de una mula vagabunda. Fue al extremo contrario de la brújula para estar a salvo del mundo, pero se encontró con él mismo y fue peor.

Ahora, mientras un jeep destartalado nos lleva a Tom Waits y a mí a La Pintada, pienso en eso. William Burroughs también estuvo aquí y nadie se dio cuenta. David Gilmour dio un concierto en Cali y fueron quinientas personas. Mick Jagger vino a comprar precolombinos y otras hierbas a Cartagena. Creyó que nadie sabría de él por estos pagos y casi no logra escapar del Corral de Piedra, disfrazado de hincha del Junior, mientras una nube de fotógrafos lo seguía como la peste.

Con Tom es distinto. Sus discos han sido rarezas apenas nominadas para Grammys. Ha tenido que ganarse la vida como actor, al lado de animales como Stallone y para directores amigos como Jim Jarmusch.

Por extrañas coincidencias que luego revelaré, Waits estaba aquí. Una amiga de Pomona, California, le sugirió que viajara al otro Big South y ahora lo tenía frente a mí, indefenso y a la espera de Todo. Le habían hablado mucho sobre estos lugares o tal vez había leído algo en Burroughs sobre la última República Bananera y otros reinos de Jauja.

Maltrechos y empolvados estamos ya en la cumbre de un cerro, divisando el cauce de este río color de fango. Los ojos enormes del Monstruo divisan el fondo, donde las piedras no terminan de caer. Un gallinazo planea filosóficamente encima de nosotros. Dos pitazos de canabis lo han colocado ya del lado de las Revelaciones. No pregunta nada, apenas mira y sonríe ante hallazgos minúsculos como el de una hormiga cargando una hoja o el de un niño que tumba limones con una vara. A lo lejos se escucha una amalgama de melodías inconexas, fragmentos de vallenatos, reguetón y música de carrilera. Tom tampoco parece oírlas, pero sé que lo hace a su manera. Encuentra perlas en medio de cualquier sordidez.

Cuando caminábamos hacia la cumbre para ver el paisaje, escurriendo dos latas de cerveza con sabor a gasolina, me señaló a un marrano que gruñía entre un montón de cáscaras de yuca y dijo que ese era el timbre que él había soñado tener, “like this pig”, dijo. Yo no supe qué decir, excepto mirar a la tendera del kiosco. “Mami, dame más gasolina”. Me confesó que todas las latas estaban calientes y recordé entonces una frase de Juan Rulfo: “la cerveza caliente sabe a miados de burro”. A Waits no pareció importarle porque estaba alelado observando al tal puerco cantautor. Me puse a garabatear en una libreta algunas frases sueltas y de un modo bastante indiscreto me preguntó qué escribía.

–Is a letter for The Moorish Queen.
–¿Who is the Moorish Queen?
–She is just a friend.
–Oh, yeah... What a name! It sounds like an impossible love...
–Exactly –dije.

Tom no sabía que ese nombre, The Moorish Queen, era justamente el que yo le había puesto a nuestra amiga común de Pomona, California. Y entonces siguió hablando de marranos; no de los conversos a la cruz que persiguió el Santo Oficio, sino de los cerdos comunes y silvestres como este que hozaba en la basura de la orilla del Cauca. En inglés hay un refrán para referirse a las cosas imposibles, se dice que algo sucederá cuando lluevan cerdos del cielo, dijo. Y el resto del trayecto empinado nos la pasamos como dos niños, mirando hacia arriba para ver si caía al menos uno.

De un momento a otro, Tom se había vuelto un preguntón. Yo no sabía decirle por qué este lugar se llamaba así, La Pintada. The Painted, yes, The Painted. Y dicho en ese otro idioma empezaba con un dolor, The Pain. A pesar de las diáfanas piscinas, la belleza dorándose al sol y la euforia del calor, había algo artificial que un poeta jamás tolera. Tal vez la obligación de ser feliz. Creo que Tom pensaba así. Cuando le propuse tirarnos en un tobogán, apenas me miró como a un idiota y soltó una carcajada. ¡Piscinas de olas! Al poeta le basta con su tormenta portátil. Un crítico había dicho que su música era como la de “un borracho agitándose en un barril de bourbon”.

Ya estando en lo alto, a la espera de algún signo, Waits me reveló que este valle de La Pintada era el mismo en el que Caín cegó la vida de su hermano con una quijada de burro. Es el valle de los suspiros perdidos, dijo, de las canciones malogradas y de los hijos no nacidos. Tal vez hice un gesto de aburrimiento por esa parrafada y entonces fue cuando se rebajó a contar un chiste. Era de un tipo que había hecho todo lo posible para realizarse en la vida con las tres cosas que se piden en estos casos, a saber, un libro, un árbol y un hijo. Solo que al tipo le había salido tan malo el libro, que entonces tuvo que sembrar tres árboles. La historia no me hizo ninguna gracia y, por el contrario, fue una especie de bad seed, la mala semilla que germinaba en el silencio tenso y bajo ese sol llameante de las dos de la tarde.

Hasta la propia majestad del paisaje empezó a perder el efecto. Waits ya no lucía maravillado. Se movía de un lado para otro y hasta estuvo a punto de resbalar cuando puso su bota en un pedrusco suelto. Recogió su sombrero de fieltro del suelo y me preguntó: “Bueno, ¿y ahora qué sigue?” como si yo fuera algún cicerone, guía turístico o recreacionista. Ahí perdí la confianza en que fuéramos a compartir con dignidad nuestro aburrimiento, sobre todo cuando lanzó preguntas como “¿Cuándo vienen las chicas?, ¿dónde encontrar la casa de The Moorish Queen?” o si había algo para esnifar. Ya no le era suficiente el aire salutífero de las vegas del Cauca, ni la ebriedad de estar vivos bajo este sol, ni la altura sublime de las palmas de cera. No, nada de eso. El Monstruo quería algo más fuerte.
Waits esperaba demasiado de un lugar como este. Me había hecho caer en cuenta de que a pesar de todo no era un amigo mío sino una estrella del espectáculo. Nunca leí manual alguno sobre cómo actuar en estos casos, ni Walter Riso, creo, lo ha escrito aún.
Pero en ese instante tuve una especie de satori, un destello de conciencia. “Vamos bajando”, le dije a Tom. “Te tengo algo especial”.

Y así fue como pude llevármelo a El Remanso, la fonda caminera más reconocida, con camioneros hambrientos que apenas lo miraban como a otro gringo más. Allí, a la sombra de un almendro esperamos el manjar de los dioses, un sancocho de bagre. Waits creo que me dijo en sus palabras un equivalente del refrán “Al país que fueres haz lo que vieres”. Y estaba animado por la cercanía de nuevas sensaciones. El plato llegó en volandas, rebosante de humos suculentos y ornado de especies y tubérculos apetitosos. En el fondo de la sopera, como en medio de una laguna dorada de aceites sagrados lucía la joya gastronómica, un bagre del río Cauca, cocinado en leña.

Waits estaba aterrado. Tengo que fumarme un cigarrillo antes, dijo, esto es demasiado para mí. Mientras tanto respiré. Le di un sorbo a la cerveza de gasolina, esta por lo menos fría, y agradecí a los dioses que me hubieran dado la idea de traerlo aquí. Mi amiga de Pomona me lo agradecería, tal vez más que el propio Tom.

Vi al héroe rozagante y con la piel enrojecida por la sobredosis de calorías. Yo me había conformado con un caldo de costillas y un jugo de tamarindo. Waits dijo que el plato había estado exquisito y que ni siquiera cuando estuvo en Marruecos, en casa de Paul Bowles, había comido algo tan inspirador. Mi papel como anfitrión no había podido estar mejor.

Solo que media hora más tarde y después de habernos tomado otras dos cervezas, Waits se puso pálido, comenzó a estremecerse y se llevaba a menudo las manos al vientre. Debió sentir insoportables retortijones. Los ojos parecieron salirse de sus órbitas. Estuvo a punto de caerse, pero un mesero diligente que pasaba en ese momento evitó la hecatombe. Entre el muchacho y yo lo llevamos a un puesto de salud que por fortuna quedaba cerca. Es apenas una indigestión, Tom, te vas a poner bien. Pero el Monstruo me miraba con apenas un brillo de esperanza en sus ojos gris verdosos. Empezó a lanzar unos sonidos guturales, borborigmos digestivos y otras fanfarrias gástricas que parecían a tono con su música. Llegué a pensar que era una patraña suya de la experimentación sonora. “Like a pig”, había dicho antes.

La doctora que lo atendió insistió en que le preguntara si había consumido algo distinto al sancocho de bagre. Tom negó varias veces con la cabeza y luego lanzó frases incoherentes. “Tocar un blues con la quijada de Caín”, “entramos en la conciencia del buitre que planea sobre nosotros”, “tumbar las amargas frutas con una vara”, “yo canto en un río de fango, soy el rey de los cerdos que caerán del cielo”, “The Moorish Queen está cerca”... Acompañaba estas frases con eructos prodigiosos que me hicieron sentir de nuevo en la presencia del Monstruo. Estaba pensando en cómo el genio se las arregla para transformar los incidentes comunes en ritos iniciáticos. También pensé en ponerle un título honorífico, algo así como El Rey de Los Bagres Dorados. Y justo cuando esto me pasó por la cabeza, fue que Waits despertó para decirme: “Por favor, no llames a la prensa”.